Desde 2014 el hambre crónica mundial empezó a crecer lentamente. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) 690 millones de personas se encuentran en situación de hambruna y las expectativas de poder poner fin a la misma en 2030 se han desvanecido por completo.
Pero el hambre no es el único problema alimentario al que se enfrenta la humanidad. El 66% de los menores de edad de los países con rentas bajas y medias no satisface sus necesidades nutricionales básicas. El 19% de la población africana está subalimentada, al igual que el 8% de la asiática y el 7% de la caribeño-latinoamericana.
La hambruna crece por dos motivos: el precio de los alimentos y su escasez. Muchas personas que viven por debajo del umbral de la pobreza no ganan suficiente dinero para poder permitirse una dieta saludable y, en muchas ocasiones, ni siquiera productos básicos.
El cambio climático está presionando cada vez más en ese sentido, ya que sus consecuencias dificultan las actividades agrarias y ganaderas en países con economías de subsistencia.
La escasez de alimentos hace que su precio suba y que cada vez menos personas trabajen en agricultura y ganadería; esas personas cada vez tienen menos recursos para adquirir alimentos cada vez más insuficientes.
A esta situación hay que añadir una economía global que ahoga y endeuda a las plantaciones pequeñas y familiares en favor de empresas multinacionales. De esta forma, las personas que antes podían dedicarse a la agricultura para su propia alimentación y la de su familia, ahora se ven obligadas a comprar las semillas transgénicas a empresas a las que después vender los frutos.
Esto implica que esas personas ya no trabajan para sí mismas y no tienen control del tipo de productos que producen ni de la gestión de los excedentes para su alimentación. Esta forma de producción ha supuesto la pérdida de más del 75% de la diversidad agrícola en menos de un siglo; más del 70% de nuestra nutrición depende de 12 plantas.
El peligro de la pérdida de la biodiversidad no sólo está en la vulnerabilidad de tanta homogeneidad –un hongo o plaga podría acabar con toda la producción de una especie-, sino en la destrucción de los ecosistemas. Al dejar de cultivar especies estamos alterando las normas internas de cada sistema natural y con ellas las “capas” de protección naturales (ante virus zoonóticos como el coronavirus, por ejemplo).
El sector ganadero es el responsable del 14,5% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero, es decir, unos 7,1 millones de gigatoneladas de CO2. Además, la ganadería ocupa el 30% del suelo del planeta –siendo responsable de talas de árboles masivas y pérdida de ecosistemas- y cada kilo de carne producida requiere de 15.000 litros de agua.
El actual modelo y consumo ganadero no es sostenible medioambientalmente. Por eso, pasar a una nutrición con más vegetales es una buena forma de poner remedio al agotamiento de recursos planetarios.
Por supuesto no necesita convertirse en un proceso radical de paso al vegetarianismo, ya que cada persona tiene sus ritmos y necesidades nutricionales. Eso sí, si quieres comer carne de forma más sostenible evita comprar productos de macrogranjas o ganadería intensiva.
Amigos de la Tierra alertaba recientemente de que el número de alimentos que se habían importado en España era un 52% más en 2007 respecto a 1995.
Esta cifra representa el 1,1% del total de emisiones de CO2 de nuestro país. De media, estos productos habían viajado unos 1.350 kilómetros en el caso de los animales vivos y unos 6.000 kilómetros en el caso de las verduras, frutas y legumbres, el pescado y otros productos como el café, el té o el cacao.
Por todo esto el consumo de productos de temporada y proximidad es una de las formas que tenemos a mano para cambiar el curso de las cosas y frenar el calentamiento global. No compres la fruta exótica que viene ha recorrido 6.000 kilómetros si puedes elegir una de temporada que ha recorrido 400.
Vivimos en un mundo saturado de publicidad, nuevos productos y ofertas. Precisamente por eso la información se ha convertido en la mejor herramienta para ser consumidores responsables.
Busca información sobre las etiquetas que existen y qué implican para los productos que las llevan (como los orgánicos, bio, ecológicos, el etiquetado de comercio justo o el de libre de crueldad animal). E infórmate también sobre los productos que compras, las prácticas de sus empresas y las campañas de concienciación sobre alimentación y sostenibilidad social y medioambiental.
La forma en la que compramos y dónde decidimos hacerlo también influyen en nuestro bienestar y el del planeta. Puedes cambiar tus hábitos de compra para que esta sea más sostenible: comprando a granel, con bolsas de tela reutilizables, evitando los plásticos…
Otro factor a tener en cuenta es elegir hacer la compra en comercios locales, ya que no sólo ahorras en emisiones de carbono, también refuerzas la actividad económica local.
Según la FAO al año se desperdician más de 8 gigatoneladas de productos alimentarios. Esto no sólo implica una increíble cantidad de alimentos derrochados -mientras el hambre crece en el mundo-, sino que además supone la emisión de 3,3 gigatoneladas de CO2, el gasto de 250 kilómetros cúbicos de agua y 1.400 miles de millones de suelo usado.
Si en los hogares evitáramos el derroche alimentario las emisiones de CO2 se podrían reducir hasta un 23%. ¿Cómo hacerlo? Planificando las comidas, comprando sólo lo que necesitemos, preparando raciones más pequeñas (mejor repetir, que tirar), donando a bancos de alimentos los productos que no vayamos a consumir, teniendo presente la caducidad…
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